Occidente se ha autodenominado centro del mundo, ha considerado dogma la universalización de sus valores. A través de la ignorancia o desprecio de lo ajeno se ha atribuido la posesión del conocimiento y no entiende de cualquier otro saber que no sea el propio.
Con la caída del “muro de Berlín” y la consiguiente desaparición de la Unión Soviética, Occidente se sintió todavía más altivo. La victoria del modelo capitalista sobre el comunista ya no dejaba opciones. El capitalismo no deja otra opción que la de la economía como centro del universo, y a partir de ella sus valores: democracia, es decir libre mercado sin regulaciones ni normas; libertad individual, es decir competencia sin límites; globalización, es decir libre circulación de capitales, paraísos fiscales.
Este modelo que ahora quieren llamar neoliberal, no es otro que el modelo capitalista que se basa en el crecimiento indefinido y la sabiduría de los mercados. Ni el crecimiento es ilimitado, ni los inteligentes mercados son tan sabios, como se ha puesto de manifiesto históricamente. La falta de control y regulación tan característicos del capitalismo contribuyen a provocar crisis, que no son solamente económicas. El modelo capitalista no respeta el medio ambiente, ni la dignidad humana, ni la solidaridad.
Es un modelo en el que el individualismo agresivo conduce a la corrupción y a la desigualdad. El desarrollo capitalista solo valora lo cuantitativo, el cálculo económico, pero es ajeno a los sentimientos, no respeta la dignidad, ni es sensible al sufrimiento, el único amor que conoce es el del beneficio.
Para la reforma o el cambio del sistema es necesaria una reforma del sistema educativo a todos los niveles, lo que implica un cambio de mentalidad previo. No se puede seguir pensando en términos exclusivamente mercantilistas. La economía debe de estar supeditada a la consecución de la justicia social. Una justicia social que es difícil de conseguir mediante la obsesión por el crecimiento indefinido o la ausencia de regulaciones. Una justicia social inalcanzable mediante ajustes que suponen más empobrecimiento y sacrificios a los más desfavorecidos.
No es admisible que el sistema capitalista imperante negocie con bienes de primera necesidad, imprescindibles para la vida humana, como el agua, los alimentos, la vivienda o la salud. No es aceptable que los mercados dicten unas prioridades ajenas a las necesidades vitales de las personas.
Todo programado según los dictados de unos poderes económicos que organizan elecciones y con ello justifican la democracia. Pero a esos poderoso, a esos magnates, no los elige nadie, más aún, sus maniobras son siempre al amparo del secreto que les proporciona esa falsa concepción de los derechos individuales, esas leyes que ellos mismos han fabricado para proteger sus actividades lucrativas.
Sin embargo, es conveniente, es indispensable, es obligatorio analizar las consecuencias de una crisis provocada por un sistema que naufraga, un naufragio del que solo se salvan unos privilegiados. Es un hecho constatado el incremento de la pobreza y las desigualdades en un mundo donde solo se habla de tasas de crecimiento y PIB,s; pero que en esos datos de aumento del desarrollo, en esas estadísticas, no se tienen en cuenta que hay millones de personas que entran en las medias aritméticas pero que no obtienen nada del reparto.
No hay democracia, verdadera democracia, si no existen unos mínimos de igualdad. No hay libertad, verdadera libertad, cuando unos tienen toda las cifras de la media y otros ninguna. No hay respeto a los derechos humanos, verdadero respeto a los derechos humanos, si no se considera que las personas deben tener una dignidad.
Un sistema que no proporciona dignidad, igualdad, nunca será democrático y , por lo tanto, no se podrá hablar de libertad.
Javier Jiménez Olmos
15 diciembre 2013