No voy a entrar a discutir sobre la legitimidad de las decisiones que toma un parlamento soberano elegido democráticamente, ni sobre el contenido de determinadas leyes. La soberanía popular se supone representada por los parlamentarios elegidos libremente por todos los ciudadanos y las leyes elaboradas por expertos en la materia sobre la que tratan. Pero no hay que olvidar que las leyes o las decisiones políticas afectan a las personas, a sus trabajos, a sus derechos o a su seguridad, entre otras muchas cosas. Por ello, los que deciden en nombre de los ciudadanos deberían actuar con exquisita sensibilidad.

Hace ya algunos años el parlamento español aprobó por mayoría absoluta apoyar la invasión norteamericana de Irak. La aprobación fue seguida de un estruendoso aplauso de los parlamentarios que apoyaban al partido del gobierno. No hace tanto, el parlamento aprobó unas duras medidas de “ajuste”, que significaban un tremendo sacrificio para la gran mayoría de españoles, de nuevo el aplauso generalizado y ruidoso, incluso acompañado de algún insulto, sonaron en el lugar donde se representa la soberanía de todas las personas de este país.

Ayer 11 de febrero de 2014, en el Congreso de los Diputados, otra vez el aplauso entusiasta  para apoyar el trámite de una ley, que según todas las encuestas no obedece a los deseos de una gran mayoría de las españolas y españoles (pongo el femenino en primer lugar, porque esta ley afecta sobre todo a los derechos de las mujeres).

Insisto que no discuto la legitimidad, ni el contenido, ni las razones para la toma de determinadas posiciones (aunque obviamente, como cualquier persona, tengo mi criterio al respecto). Mi crítica es a la falta de sensibilidad que puede traer consecuencias para la seguridad. No se pueden, ni se deben añadir elemento potenciadores a la crispación social existente.

Ayer, como cuando la aprobación de los ajustes o el apoyo a la guerra de Irak, los diputados deberían de haber permanecido en un respetuoso silencio porque estaban actuando en contra de un gran número de españolas y españoles. Esos aplausos entusiastas pueden ser interpretados como alegría por unas imposiciones, como un “te jodes” (perdonen la expresión) y eso además de frustración y rechazo genera indignación.

Existen demasiados factores de descontento en la España actual como para crear más crispación y polarización. Serán inevitables nuevas manifestaciones y protestas, a las que también tienen derecho las personas en un Estado democrático, y seguramente también será inevitable que entre los miles de manifestantes pacíficos se introduzcan elementos violentos.

Cuando se está apoyando una guerra (la peor de las violencias), cuando se están efectuando recortes salariales o económicos, o cuando, según la opinión de muchas personas, se están eliminado derechos de las mujeres, como es el caso de la propuesta para reformar la actual ley del aborto, parecen innecesarias las manifestaciones de euforia porque afectan a la sensibilidad de muchas personas y porque a la postre no se sabe si esos aplausos se convertirán en rotundos silencios cuando se comprueben los resultados de esas decisiones que con tanta alegría se celebran ahora.

¿Aplaudirían con tanto entusiasmo ahora los resultados de la guerra de Irak o el sufrimiento causado a tantas personas y empresarios (sobre todo los pequeños o los autónomos) con las medidas de “ajuste”?

Los aplausos incondicionales y entusiastas en circunstancias como las que atraviesa España, u otros países de nuestro entorno, a medidas sociales o económicas restrictivas pueden ser interpretadas como un desprecio, una provocación innecesaria. Lo mejor es no tomar ciertas medidas, pero si se toman sería conveniente hacerlo sin arrogancia para no generar más violencia estructural y cultural.

Hay que escuchar a la opinión pública, a la oposición que representa también a millones españoles. En política, como en otras facetas de la vida, las negociaciones de suma cero, es decir uno gana y otro pierde, solo conducen a polarizaciones que se radicalizan y que son generadoras de violencia. Los líderes deberían recordar que la historia nos proporciona innumerables ejemplos de conflictos provocados por decisiones sectarias. Nadie puede patrimonializar ni la moral, ni la verdad, menos aún  cuando se trata de iniciar una guerra, disminuir la calidad de vida de las personas o eliminar sus derechos.

Javier Jiménez Olmos

12 de febrero de 2014

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