Estos días de verano, con un poco más de tiempo y calma, he vuelto a leer dos magníficos libros sobre la desmembración de la antigua Yugoslavia. El primero se titula La  fábrica de fronteras (Francisco Veiga, Alianza Editorial, 2010)  y el segundo, más reciente, se trata de Y llegó la barbarie (José Ángel Ruiz Jiménez, Planeta, 2016).

Aunque las circunstancias son diferentes para cada caso, sí que se pueden extraer algunas enseñanzas válidas para determinados procesos en otros lugares donde existen reivindicaciones separatistas. Lo escrito a continuación se debe en gran parte a la lectura de esos libros y a mis experiencias profesionales.

Yugoslavia fue una creación artificial nacida en siglo XIX para liberarse de la opresión del imperio austro-húngaro de una parte, y del otomano de otra. Aunque durante la mencionada II Guerra Mundial los croatas se escindieron con el régimen fascista de la ustasa. Al finalizar esa contienda, el Mariscal Tito diseñó una Yugoslavia constituida por seis repúblicas (Serbia, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro, y Bosnia y Herzegovina) y dos provincias autónomas (Vojvodina y Kosovo).

Cada una de estas repúblicas tenía su propio parlamento y una gran autonomía que acabaron con el centralismo serbio. Casi la mitad de los serbios vivían fuera de su territorio natural. La población de Bosnia y Herzegovina era una mezcla de serbios croatas y musulmanes, pero tanto serbios como croatas siempre reivindicaron una parte de ese territorio.

Tito basó la convivencia en la descentralización, con un poder federal supeditado al Consejo de las Repúblicas, cuyos componentes disponían del derecho de veto. Todo permaneció en aparente calma por la cohesión que proporcionaba Tito, y también por el control de su policía secreta UDBA. El mariscal, además, gozaba del prestigio exterior por su “rebelión” contra los mandatarios soviéticos y por la implantación del llamado “socialismo de rostro humano” en contraposición con el «socialismo estalinista».

Tito logró una Yugoslavia con apariencia compacta en la que se alcanzó una educación y sanidad gratuita, casi pleno empleo, crecimiento económico, cien por cien de alfabetización, y el transporte público estaba subvencionado. Las repúblicas dispusieron en principio de una amplia autonomía y les fueron transferidas la competencias en educación, justicia y seguridad pública (cada república disponía de sus propia policía).

A partir de los años sesenta comenzaron a aparecer líderes locales que querían limitar los poderes federales en beneficio de los intereses nacionales de sus respectivas repúblicas. Estas, lideradas por esos nuevos oligarcas, comenzaron a exigir más transferencias a al gobierno federal, al que acusaban de centralista y autoritario, haciendo gala de victimismo para favorecer sus intereses.

El gobierno federal cedía ante las presiones de las repúblicas, con lo que cada vez se hacía más débil, hasta que llegó un momento en que ya no le quedaban otras competencias que las del Ejército Popular Yugoslavo (JNA), la representación internacional y la emisión de moneda. La única reivindicación que faltaba era la independencia total.

Se dio el paradójico caso que, incluso, el sólido Partido Comunista se escindió y sus líderes comenzaron a pensar más en clave nacionalista que solidaria internacionalista. Enseguida se comenzaron a notar los desequilibrios sociales y económicos a favor de Eslovenia y Croacia que no eran muy proclives a compartir sus privilegios con otras repúblicas. El discurso excluyente se hizo patente con la grave crisis económica de 1973.

La prosperidad de la Yugoslavia de Tito encontraba uno de sus pilares en los ingresos por el turismo, sin embargo la crisis de los 80,s perjudicó el sector. Uno de los otros pilares era el apoyo económico de los Estados Unidos, que se derrumbó con la caída del muro de Berlín; los norteamericanos ya no tenían que apoyar los comunistas rebeldes de su enemiga Unión Soviética, querían que el comunismo desapareciera definitivamente de Europa. La prioridad norteamericana era expandirse hacia el Este apoyando sin reservas a los ex satélites soviéticos, como Checoslovaquia (todavía no escindida), Polonia, y Hungría, entre otros países.

Cuando Tito desaparece en la primavera de 1980, los líderes nacionalistas aprovechan para reivindicar la independencia. Las excusas: el deseo de romper con los comunistas serbios para acabar con su centralismo autoritario, y su derecho a la autodeterminación. El conflicto estaba servido. Se comenzó a fomentar la exclusión con la distinción entre “nosotros, los buenos” y “los otros, los malos”, entre la “nuestra patria” y “el enemigo”. Había que conseguir la independencia por la vía legal y pacífica, o por la fuerza. Se comenzó a revisar la historia según el interés que conviniera a cada bando enfrentado y se propagó la exaltación de la cultura propia contra la de los demás.

Muchos medios de comunicación e intelectuales se pusieron al servicio de los dictados nacionalistas. Fueron frecuentes los escritos y discursos sobre batallas ganadas o perdidas. Incluso los partidos de izquierdas de tanta tradición internacionalista, como el comunista, se plegaron al discurso nacionalista. La negociación se entendió como debilidad.

El resto de la historia también la conocemosodio, destrucción y guerra

¿Mereció la pena?

Javier Jiménez Olmos

7 agosto 2017

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