La historia de la humanidad está llena de episodios de violencia y de guerras, casi siempre motivadas por intereses personales o de élites, la mayoría de las veces económicos, habitualmente justificadas por otras causas, aparentemente más nobles, que han servido para incitar a las masas a combatir, matar o morir si es preciso, para defender esos “ideales superiores”. El patriotismo nacionalista o las creencias religiosas son constantes de esas motivaciones para la movilización de personas dispuestas a combatir en defensa de esos “sacralizados ideales”.
Los sentimientos nacionalistas o religiosos no son controlables porque pertenecen a la esfera de lo emotivo. Aquellos que los manipulan y pervierten interesadamente lo saben. Saben que una vez inculcados son difíciles de extirpar. Son como las simpatías por un determinado equipo de fútbol. Generalmente se adquieren de niño, por tradición familiar, por vivencias personales (o por llevarle la contra a su propio padre), pero no hay nada racional que lo justifique.
La comparación futbolística no es en modo alguna recurrente. El cóctel nacionalismo, religión, fútbol tiene antecedentes muy peligrosos en la reciente historia de Europa. Para aquellos lectores más jóvenes les recomiendo que acudan a internet y comprueben lo que sucedió en un encuentro de fútbol entre el Estrella Roja de Belgrado y el Dínamo de Zagreb el 13 de mayo de 1990.En un espacio reducido, como el de un campo de fútbol, donde se dan emociones tan incontrolables, el riesgo de episodios violentos es muy alto. La escalada de la violencia posterior también lo puede ser (insisto en recordar lo que sucedió en el mencionado partido y después).
Responsables políticos y deportivos, jugadores y público, y medios de comunicación debieran evitar las provocaciones que pudieran incitar a personas a alejarse de lo que significa un espectáculo deportivo.
El fútbol es un juego que practican y ven millones de personas en todo el mundo, como otros deportes populares. Como tal debiera exclusivamente contemplarse. Cualquier utilización política, nacionalista o de otro tipo diferente al propio deporte es siempre reprobable.
Agitar una bandera o silbar a un himno nacional en un partido de fútbol no son per se actos violentos (o ¿pueden serlo, según las circunstancias?), no obstante:
¡Qué miedo me dan las gentes
cuando comienzan agitar banderas!
¡Qué pavor cuando invocan a dioses cualquiera!
¡Qué pánico cuando a defender patrias arengan!
¡Qué terror cuando por sus naciones asesinan!
Javier Jiménez Olmos
19 de mayo de 1990
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