Johan Galtung define así la violencia cultural:

“Por violencia cultural nos referimos a aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia -materializado en la religión y la ideología, en el lenguaje y el arte, en la ciencia empírica y la ciencia formal (la lógica, las matemáticas) – que puede ser utilizada para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural.”

La violencia cultural abusa o hace un uso inapropiado de la religión, la ideología, el idioma, el arte, la ciencia empírica y la ciencia formal.

Galtung continúa diciendo que:

«La violencia cultural hace que la violencia directa y la estructural aparezcan, e incluso se perciban, como cargadas de razón –o al menos, que se sienta que no están equivocadas–“

El concepto de violencia física o directa es intuitivo, es la violencia que produce daños físicos o materiales perfectamente visibles y cuantificables (las guerras, el terrorismo, el genocidio, o los homicidios, son ejemplos de esa clase de violencia). En cambio, la violencia estructural puede dejar huellas físicas, pero, sobre todo, deja secuelas en la mente de las personas. La violencia estructural no se visibiliza porque se acepta por imposición de un sistema que domina el pensamiento de los seres humanos.

La violencia estructural es la que produce daño en las necesidades humanas fundamentales: su supervivencia, su bienestar, su libertad y su dignidad. La violencia estructural se encuentra en aquellas situaciones donde unos seres humanos explotan a otros, cuando se les impone una forma de vida o sistema social, cuando se les reprime, exilia, encarcela, persigue o elimina por negarse a aceptar la imposición.

La violencia estructural es legitimada por la cultural, que a su vez legitima los sistemas políticos y económicos que permiten estructuras sociales causantes de violencia silenciada.

Tanto la esclavitud como el feudalismo fueron culturalmente legitimados en nombre de las superioridades raciales o de clase bendecidas por las diferentes religiones. En la era capitalista, en nombre de la sagrada libertad individual, del Dios justiciero y todopoderosos se ha pasado a encumbrar al individuo como depositario de su propio destino, al margen de el de los demás. El capitalismo predica y defiende una libertad competitiva, en la que los individuos compiten por su bienestar.

Es la forma aceptada culturalmente, en la que se educan los ciudadanos de las democracias liberales occidentales a modo de pensamiento único indiscutible. El bienestar y la libertad, según esta forma de entender la convivencia, es fruto del “mercado”, de la libre competencia, sin reglas y sin límites. Una competición darwiniana en la que la supervivencia y el éxito está garantizado al mejor competidor (o al que menos escrúpulos tenga)

De esta manera, aparentemente tan noble de la libre competición, quedan en el camino, víctimas de ese sistema, los más débiles o los que no tienen tantas oportunidades, condenados, sometidos, a situaciones de explotación e indignidad por los triunfadores del sistema, que casi siempre son minoría. Una violencia silenciada por esos poderosos con toda la represión o violencia organizada que el sistema que han creado puede desarrollar.

El mundo está inmerso en una terrible pandemia, provocada por un virus al que han denominado covid 19. La violencia estructural ha provocado millones de muertes y personas contagiadas. Los más débiles, los más desfavorecidos han sido los que peores consecuencias han sufrido. La estructura del sistema ha protegido a los más poderosos y los que mejor nivel de vida tenían. La pandemia se ha cebado con los más desprotegidos y con las capas sociales más empobrecidas.

La violencia estructural causa desigualdades, explotación, injusticia y represión, es una violencia silenciada, que no causa daño material. Sin embargo, esta violencia oculta, que se acepta silenciosamente por imposición o por resignación, está presente y se sufre a diario. Además, llega un momento que se hace insoportable y se produce la rebelión contra el sistema explotador y opresor, y entonces aparece la violencia directa en sus diferentes formas. Acción y reacción: a la rebelión sigue la represión en un ciclo de destrucción y muerte.

La aceptación cultural de un sistema socioeconómico injusto e insolidario se propicia por el adoctrinamiento educativo que se da desde las escuelas hasta las propias familias. Desde la enseñanza oficial hasta los medios de comunicación y las redes sociales, se propagan los ideales de la libertad individual como bien sagrado por encima de cualquier otro como puede ser el bien común (o la salud pública, como se ha visto durante la pandemia del coronavirus cuando, a pesar de las evidencias científicas, grandes sectores sociales e importantes dirigentes políticos han primado la libertad individual sobre el derecho a la salud de la sociedad entera).

Cualquiera que se atreva discutir «las bondades» del actual sistema neoliberal es considerado cuasi un peligroso revolucionario marxista. (¡cómo si no hubiera otras alternativas!) Es el mecanismo de defensa de la clase dominante, que domina el pensamiento del momento, es una violencia estructural que reprime psicológicamente el pensamiento libre. La violencia estructural también se encarga de desprestigiar a todo aquel que osa a discutir el sistema neoliberal.

Desde los estudios por la paz y la seguridad humana preocupa la creciente violencia estructural que provoca el sistema neoliberal, que podría evolucionar a violencia física o directa a través de procesos de desórdenes, rebeliones, revoluciones y conflictos armados. Prestar atención a las estructuras del sistema que provocan injusticias y desigualdades, y abordar las correspondientes reformas es fundamental para que la violencia estructural no de paso a la violencia física o directa.

Javier Jiménez Olmos

11 de marzo de 2021

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